Tiniebla by Paul Kawczak

Tiniebla by Paul Kawczak

autor:Paul Kawczak [Kawczak, Paul]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2020-05-02T00:00:00+00:00


Thomas Brel era el último vástago de un linaje de locos y visionarios. Una lejana antepasada suya había ardido en la hoguera por bruja. Su abuelo, Jans Brel, afirmaba ver con regularidad, en el lugar del firmamento, una infinidad de mantos azules como el de la Virgen, geométricamente recortados en un extremo, que ardían delante de un cielo que se iba haciendo siempre más claro. Ello no le había impedido vivir más de un siglo. Durante años, se había llevado consigo a su nieto a caminar por los canales o por la campiña cercana, señalándole la luna con el dedo y contándole historias de leche y sangre. A Thomas Brel esas historias le habían dejado una viva impresión. Había conservado, mezclados para siempre, recuerdos de esos relatos angustiosos y la imagen apacible y dorada de los atardeceres flamencos, los primeros ocultándose en esta, asomando a veces en una nubecita roja rayana en la abstracción de la que emanaban, se había imaginado, los sollozos de Dios.

Durante esos mismos años, los del final de su infancia, el padre de Thomas Brel, Hugo Brel, había fracasado en hacerse hombre. La mente de ese muchacho imberbe, conmovedoramente amable, fantasioso e infantil que había perdido a su madre demasiado pronto, se había visto invadida por voces múltiples y disonantes. Sostenía que eran sobre todo los animales los que le hablaban, anunciándole el fin del mundo. Se había puesto entonces a pintar. Era carnicero, como lo fue su padre antes que él, así que pintaba su vida cotidiana, las carcasas colgadas y los ojos apagados, los bloques de carne y los montones de asaduras, sobre los que sobrevolaban grandes moscas burguesas.

Por las noches, Hugo Brel se sentaba delante de unos pequeños paneles de madera, con una jarra de vino al lado, y se dedicaba despacio a cubrirlos de brillantes colores, ocupado en varias obras simultáneamente. De esta manera se sosegaba, y al día siguiente se ahorraba el tormento de lo que llamaban sus locuras. Pero solo duró un tiempo. Ante lo que se asemejaba a una resistencia, las voces se ensañaron, y pronto la pintura ya no bastó para contenerlas. Una noche, cediendo de pronto a sus furiosas exhortaciones, Hugo Brel se apoderó de un cuchillo de carnicero y, con un golpe seco, se seccionó los testículos, que luego arrojó al perro de su padre. Tras devorarlos con glotonería, el perro le ladró: «¡Mata a tu hijo!». Hugo Brel se resistió, negándose categóricamente. Pero desde entonces, cada noche, el chucho cruzado con sangre de spaniel volvía a la carga, se tendía bajo la pesada mesa de madera de la cocina familiar y murmuraba entre dientes: «¡Mata a tu hijo! ¡Mata a tu hijo!». Hugo Brel se sentía desfallecer. Se sinceró con su padre, que aceptó regalarle el perro al primero que lo quisiera. Un marino que estaba de paso se lo llevó consigo al puerto de Ostende, desde donde afirmaba que zarparía rumbo a América. Las semanas sucesivas las voces callaron. Hugo Brel retomó la pintura.



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